martes, 1 de enero de 2013

La ira de las diosas

"Durante mucho tiempo he abrigado la opinión de que los antiguos griegos, que en general sabían muy bien lo que hacían, cometieron no obstante un profundo error desde el punto de vista psicológico al atribuir el dominio de las tormentas a Zeus, a quien los romanos llamaban Júpiter. A mi juicio, cuyo valor, desde luego, es relativo, Hera o Juno habrían sido una alternativa mucho más acertada, pues si hay un fenómeno natural que indiscutiblemente pertenece al género femenino es el de las tormentas eléctricas. Existe una especie de incoherencia caprichosa, maliciosa, histérica en estas tormentas que recuerdan de manera insistente a una mujer malhumorada, neurótica, que luego de haber golpeado a su marido con el rodillo de amasar, comienza a arrojar ollas y cacerolas y otros utensilios domésticos al gato, al perro, al loro y a los vecinos. Como una mujer ebria hasta la locura, una tormenta de truenos es a la vez ruidosa, espectacular, irresponsable, frenética, imprevisible, temible y lacrimosa. Como fluyen a raudales las lágrimas cálidas y cegadoras de los ojos de una mujer, del mismo modo cae la lluvia del cielo, furiosa, al parecer eterna, y empapándolo todo. Y luego, en ambos casos, cuando nos hemos resignado a esta aterradora cualidad de interminable del torrente, cesa súbitamente, como si de pronto hubiesen cortado su fuente. Y entonces la impresión de este cese repentino nos agita con más violencia aún que el de la iniciación. Si el lector me exige en este momento que desista de este reaccionario filosofar y me apresure a llevar esta vigorosa narración a un desenlace apropiado, rápido y dramático, una vez más lograré desvirtuar todas las acusaciones de inoportunidad de que me hayan hecho objeto, señalando que fue precisamente en el instante en que el buen McUic utilizó su trillada pero gráfica comparación sobre las almas perdidas cuando la lluvia cesó tan súbita y totalmente como si hubiese intervenido algún encargado de las esclusas".

Michael Burt

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