miércoles, 1 de mayo de 2013

Las maravillosas aguas del Liffey

Los tranvías se pasaban unos a otros, llegando, saliendo, sonando. Palabras inútiles. Las cosas siguen igual día tras día, pelotones de policía que salen y entran: tranvías que van y vienen. Esos dos lunáticos dando vueltas por ahí. Dignam acarreado. Mina Purefoy con el vientre hinchado sobre una cama quejándose para que le saquen a tirones un chico. Uno nace cada segundo en alguna parte. Otro muere cada segundo. Desde que le di de comer a los pájaros, cinco minutos. Trescientos se fueron al otro mundo. Otros trescientos nacidos, lavándolos de sangre, todos son lavados en sangre de cordero, berreando, ¡neeeee!
Toda la población de una ciudad desaparece, otra la reemplaza, falleciendo también: otra viniendo, yéndose. Casas, líneas de casas, calles, millas de pavimentos, ladrillos apilados, piedras. Cambiando de manos. Este propietario, aquel. Dicen que el propietario nunca muere. Otro ocupa su lugar cuando le llega el aviso de largar. Compran el lugar con oro y sin embargo todavía tienen todo el oro. Lo estafan en alguna parte. Amontonado en ciudades, gastado edad tras edad. Pirámides en arena. Construido sobre pan y cebollas. Esclavos la muralla china. Babilonia. Quedan grandes piedras. Torres redondas. El resto ripios, suburbios desparramados, edificados a la diabla, las casas hongos de Kerwan, construidas de viento. Refugio para la noche.