“... comparemos nuestra
conciencia con una capa de agua de cierta profundidad. Las ideas claramente
conscientes son, nada más que la superficie, la masa de agua es lo indistinto:
los sentimientos, la sensación posterior a las percepciones, las intuiciones y,
aquello que experimentamos en general ... Esta masa de la totalidad de la
conciencia está en movimiento constante, en proporción a la vivacidad
intelectual y a las diáfanas representaciones de la imaginación, las ideas
claras expresadas en palabras y las resoluciones de la voluntad son lo que
llega a la superficie a consecuencia de este movimiento. Todo el proceso de
nuestro pensamiento y nuestras decisiones raramente yace en la superficie, es
decir, rara vez se compone de una concatenación de juicios claramente concebidos,
a pesar de que aspiramos a ello, con el fin de darnos una explicación a
nosotros mismos y a otras personas. Pero, generalmente, la reflexión sobre el
material del exterior, mediante la cual dicho material se convierte en ideas,
tiene lugar en las oscuras profundidades de la mente. Esta reflexión se produce
casi tan inconscientemente como la conversión del alimento en los bosques y en
las sustancias del cuerpo. De ahí que, a menudo, seamos incapaces de explicar
el origen de nuestros más profundos sentimientos; son fruto de nuestro ser
íntimo y misterioso. Los juicios, las ideas repentinas, las resoluciones,
emergen de esas profundidades, inesperadamente, para nuestro propio
asombro...
... La conciencia es la mera superficie de nuestra mente y, de ella, como del
globo terráqueo, no conocemos el interior sino sólo la superficie...
... Muchas veces no sabemos lo que deseamos o tememos. Podemos tener un deseo
durante años sin que nosotros mismos lo admitamos o, sin que nos permitamos
siquiera ser plenamente conscientes al respecto, porque el intelecto no debe
saber nada de él, dado que la buena opinión que tenemos de nosotros mismos se
vería lastimada. Pero, si el deseo es satisfecho, comprendemos, por la alegría
que nos produce —no exenta de cierto sentimiento de culpa—, que eso era lo que
deseábamos, por ejemplo, la muerte de un familiar cercano del que somos
herederos. A veces no sabemos lo que tememos realmente porque nos falta valor
para ser plenamente conscientes de ello. De hecho, a veces estamos completamente
equivocados acerca del motivo por el que hacemos o dejamos de hacer algo, hasta
que algún accidente nos revela el secreto y nos hace comprender que el
verdadero motivo no era el que pensábamos, sino algún otro que no deseábamos
admitir... En algunos casos, esto puede ir tan lejos como para que un hombre ni
siquiera adivine el verdadero motivo de su acción..."
Arthur Schopenhauer.
El mundo como voluntad y representación.
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