"Durante
mucho tiempo he abrigado la opinión de que los antiguos griegos, que en general
sabían muy bien lo que hacían, cometieron no obstante un profundo error desde
el punto de vista psicológico al atribuir el dominio de las tormentas a Zeus, a
quien los romanos llamaban Júpiter. A mi juicio, cuyo valor, desde luego, es
relativo, Hera o Juno habrían sido una alternativa mucho más acertada, pues si
hay un fenómeno natural que indiscutiblemente pertenece al género femenino es
el de las tormentas eléctricas. Existe una especie de incoherencia caprichosa,
maliciosa, histérica en estas tormentas que recuerdan de manera insistente a
una mujer malhumorada, neurótica, que luego de haber golpeado a su marido con
el rodillo de amasar, comienza a arrojar ollas y cacerolas y otros utensilios
domésticos al gato, al perro, al loro y a los vecinos. Como una mujer ebria
hasta la locura, una tormenta de truenos es a la vez ruidosa, espectacular,
irresponsable, frenética, imprevisible, temible y lacrimosa. Como fluyen a raudales
las lágrimas cálidas y cegadoras de los ojos de una mujer, del mismo modo cae
la lluvia del cielo, furiosa, al parecer eterna, y empapándolo todo. Y luego,
en ambos casos, cuando nos hemos resignado a esta aterradora cualidad de
interminable del torrente, cesa súbitamente, como si de pronto hubiesen cortado
su fuente. Y entonces la impresión de este cese repentino nos agita con más
violencia aún que el de la iniciación. Si el lector me exige en este momento
que desista de este reaccionario filosofar y me apresure a llevar esta vigorosa
narración a un desenlace apropiado, rápido y dramático, una vez más lograré
desvirtuar todas las acusaciones de inoportunidad de que me hayan hecho objeto,
señalando que fue precisamente en el instante en que el buen McUic utilizó su
trillada pero gráfica comparación sobre las almas perdidas cuando la lluvia
cesó tan súbita y totalmente como si hubiese intervenido algún encargado de las
esclusas".
Michael Burt
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